Todos los días son Marte
En casa, desde siempre, he visto un porrón en la mesa, a veces incluso dos. Habitualmente con la llegada del buen tiempo, el mantel y todo lo que hay encima de él se traslada a la mesita de la terraza. Una terraza lo suficientemente espaciosa para cobijar a 10 personas sin agobios. Los porrones tampoco podían faltar bien aposentados en su bañera de cubitos de hielo pero, en esta primavera fría y extraña la terraza tendrá que esperar.
Actualmente y con la entrada en la cuarta semana de confinamiento los pensamientos irracionales sobre las consecuencias catastróficas del Covid-19 empiezan a fraguar de forma alarmante en mi abuelo. El positivismo con patas -como le llamaba yo-, empieza a flaquear. Los contraargumentos de mi abuela y los míos propios parecen no obtener los resultados deseados. Persuadir o disuadir a mi abuelo para con sus ideas siempre fue una tarea peliaguda. La estrategia de la refutación parece no ser la mejor; mientras intentamos otras estrategias con la abuela, la hora mágica de la comida se acerca y nos tenemos que apresurar.
Ediciones La Campana siempre fue una preferida en casa. En la cocina repleta de libros de gastronomía tampoco falta. Un ejemplar de primera edición del año 1990. Autor Néstor Luján y título “Diccionari LUJÁN de Gastronomia Catalana” abierto por la página 153 con encabezamiento de “Sípia estofada”. La abuela va calentando un poco de aceite en una cazuela, al lado tiene una bandeja con la sepia cortadita en dados ya preparada y salada a punto de freír. Mirándome a los ojos dice:
–Mi pequeña, se me terminan las ideas, tantos días aquí es difícil no repetir platos-. -Venga ¿empiezas a pelar las patatas?-,
-Sí- respondo, -me lavo las manos y voy-.
Terminando la preparación de la comida, la abuela dice:
–A veces, más que elegir el miedo, él te elige a ti, se mete en el cuerpo y no hay quien lo saque-.
Con voz dulce pero a la vez firme le respondo:
– ¡Tengo una idea! Durante la comida os voy a contar el cuento de la Quarantamaula. Mmmmm, antes voy a escoger el vino de hoy. A ver, creo que ya lo tengo. Hoy toca un fantástico Pinot Blanc. -¿Vamos para la mesa?- -No corras tanto cariño- dice la abuela -primero llevamos los platos y las copas, ¿no? y dile al abuelo que también tiene dos manos para colaborar. -Voy abuela- respondo yo. El abuelo medio dormido va sacando y poniendo el pica-pica en la mesa.
Le encantan las olivas, los berberechos y las navajas ricas en vitamina B12, potasio, fósforo, sodio y también en hierro y selenio que prepara a la plancha en un momento.
Con la visión del vino y los platos voy salivando, cada vez tengo más hambre. Me apremio en todos los preparativos. Mi abuela que me conoce bien no puede esconder su sonrisa con un:
– ¡Ay! Mi pequeña hambrienta.
El Pinot Blanc es un vino que se puede saborear casi de inmediato, al abrirse muy rápidamente, es decir, enseguida, nos regala todo su potencial. Vino agradable, suave con acidez media proveniente de la famosa Pinot Noir y la Gouias Blanc. Nuestro Pinot Blanc tiene 13.5% en volumen de alcohol y lo tomamos a 8ºC. En vista es amarillo pálido con algún reflejo verde, nítido y brillante. Saboreamos el plato sencillo y rico incluso mi abuelo pasa el pan para limpiar el plato terminando lamiéndose los dedos y con un largo trago del Pinot Blanc a través de su porrón. La mirada desafiante de la abuela hace reaccionar al abuelo que empieza a relatar la pequeña historia del Club de los Perfectos.
-Club creado en Florida. Los Perfectos siempre están bien vestidos y peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena. Los sábados por la noche los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes y como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos. El club era ubicado en una casa en la calle Warnes con grandes ventanales. En el jardín, que daba al frente palmeras esbeltas rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas, se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante, comían tranquilos y educados, masticaban bien y sin ruidos, sonreían, nunca parecían tener hambre, ni apuro, ni sueño, ni rabia, ni ganas, ni celos, ni frío; - se río - , el abuelo, tomo un bocado más y continuó el relato. - Un día que una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo perfecta que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar perfectamente serena, lenta y decidida entre los platos y justo en aquel momento el caos apareció en la cena de los perfectos; la cucaracha, entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato. Los Perfectos, arrugados, despeinados, manchados y llorosos fueron saliendo de la casa de la calle Warnes.
- ¿Entendéis? -, dijo el abuelo sonriente, –La perfección no es tan perfecta, y, aún menos, divertida, ¡es tan aburrido hacer siempre las cosas bien! ¿Verdad chicas?.
– Ahora que parece que estáis menos abatidos os cuento yo una pequeña historia – comentó.
Pongo la nariz en la copa y estalla el frescor, discretamente afrutado, con notas de manzana y pizcas florales, hago un sorbo y el tierno regusto a acidez invade mi paladar, lo acompaño de una buena cucharada del guiso. Los aromas de la patata y la sepia me redondean el sabor del vino mientras el pimentón ayuda a alargar esa sensación y los abuelos esperan mí relato; empiezo:
-El miedo recorrió un pueblecito precioso hace bastante tiempo-, hago un trago de vino, alguien afirmó que el nombre era Quarantamaula, una especie de demonio que nadie había visto pero todos le temían; muchos terminaban corriendo hacia sus casas tras percibir movimientos sospechosos cerca de ellos, oír ruidos espantosos o ver sombras sospechosas. El monstruo invadió el pueblo de Tibi, pueblo de montaña en la comarca de la Hoya de Alcoy, situado entre el Maimó y la peña de Mitjorn en Alicante; su Castillo, su pantano o el parque de la Alameda quedaron vacíos, sin risas, sin niños, sin gente. Todos escondidos en sus casas o muertos literalmente de miedo-, dirijo la mirada a mi abuelo y prosigo. En realidad, abuelo, el monstruo no existe, el monstruo vive en el interior de las personas pero las personas hemos aprendido a imaginarlo fuera como si tuviera vida propia. Representa el miedo. Sabéis abuelos, el miedo es, en el fondo un mecanismo de defensa, pero cuando ese miedo sobrepasa ciertos límites y se convierte en irracional, entonces es más perjudicial que ventajoso. En la batalla, como dicen en la tele, contra el Covid-19 no hay lugar para el miedo, ¿entendido?, recordemos que cada día es lunes como dicen cada día -, repito.
La abuela con la copa en la mano hace no con la cabeza.
–Para nada pequeña, cada día es martes-, repite, - ahora os voy a contar yo una pequeña historia con el postre, llenadme un poco más la copa y escuchad:
Marte era el rey romano de la guerra y no el lunes o Artemisa, reina de la luna y protectora de los bosques y la virginidad. Marte dio nombre al día de la semana, el martes, y al tercer mes del año, marzo. Veis chicos, las declaraciones de la televisión son de poco fiar.
-Chapó abuela, un brindis por nosotros y por todos los martes del año. Cada día será martes ahora hasta que podamos salir de aquí- afirmo.
-Mis preciosas-, dice el abuelo, - ¡¡¡Cuánta razón tenéis!!! el tiempo es valioso cuando lo llenas de amor sino son minutos vacíos o, a lo sumo, llenos de nada. Quiero hacer un brindis. Decid conmigo:
¡Todos los días son Marte!
By Good Wine